A mi padre le han diagnosticado
un cáncer. Él iba muy bien planchado para la cita y yo ya hacía un par de meses
que intuía algo. El médico era un tipo gordo y poco sensible o, tal vez,
demasiado acostumbrado a dar malas noticias. Mi padre no dijo mucho. Se sentó
en la silla como quien se sienta a esperar un autobús que llega tarde. Cuando
soltaron la palabra fatídica ni se inmutó. Si le anuncian allí mismo que es el
ganador de un gran premio de lotería el gesto sería el mismo. Silencio
escalofriante. Aire que sube y baja por las fosas nasales.
No dije nada. No
había nada que decir.
El urólogo soltó algo así como un tumorcito en la próstata. A
mi me resultó un tanto paradójico porque parecía hablar de algo bueno y
entrañable. No lo es. Al salir de la consulta mi madre aguardaba en la sala de
espera. Junto a ella, futuros cadáveres. La sala de espera de un hospital es un
cementerio de hombres vivos que tienen muchas papeletas para palmarla.
Mi madre
le preguntó que qué le habían dicho. Él contestó que tenía el mal dentro y que era lo que había. Hay
que aceptarlo, no como un obstáculo en el camino sino como un camino más, como
otro camino cualquiera que conduce a un lugar cualquiera. Cualquiera.
Al bajar,
en la radio del coche, ponían un monográfico de Bob Dylan. Al parecer, mientras
estábamos en el hospital, le habían dado el Nobel de literatura. Ambos hechos
no guardaban relación. Eso creo.
Mamá y papá hablaron sobre la fertilidad
del huerto que, en este verano, ha parido de todo, incluso unos tomates grandes
y deformes. Yo quise llorar pero me contuve para fingir que, igual que papá,
soy un hombre con una sola marcha. Un hombre que se guarda todo en el bolsillo.
Un padre desconocido para su hijo. Supongo que yo también soy un desconocido
para él. El locutor alababa a Bob Dylan. Decía que había echo esto y esto otro.
No hice caso y miré a mi padre a través del retrovisor para recordar su rostro.